
En 2022 dejé un trabajo que odiaba y mi perra enfermó de cáncer. En 2023 ella murió, y un mes después mi cuerpo también dijo basta: pasé una semana ingresada en el hospital. En 2024 me quitaron el útero. Y también murió mi padre.
La fotografía y la muerte tienen algo en común: ambas requieren un acto de fe.
Toda fotografía nace de una imagen latente. Ya sea un negativo o un archivo digital, la imagen existe desde el momento en que es expuesta, aunque no podamos verla aún. Ahí entra la fe.
Hace falta un cambio de estado —químico o digital— para revelar lo invisible, para demostrar que estuvo ahí.
La muerte, en cambio, opera a la inversa. Y también demanda un acto de fe: creer que quienes se han ido siguen, de alguna forma, aquí.
¿Cómo hacer visible lo que no se ve?
A través de la memoria.